Los genes se prenden y se apagan ejecutando la gran obra, leyendo pequeñas señales inscritas en la partitura.
Por: Moisés Wasserman
Este año los Nobel en ciencias naturales fueron una
colección fascinante de relatos, que darían para un buen rato. Me toca escoger
uno, así que me decidí por el de Medicina y Fisiología, que se otorgó en esa
frontera difusa entre la biología, la bioquímica y la genética.
Para entender de qué se trata hay que irse a los antecedentes. Hoy es bien sabido que los genes están en el núcleo de las células, codificados por el ADN. Su descripción fue una revolución científica y llevó a lo que llamaron el "dogma de la biología molecular", un esquema de flujo de la información genética.
La información está en el núcleo de las células en una larga
secuencia de ADN escrita con cuatro letras; partes de la secuencia se
'transcriben' a ARN, en un lenguaje de cuatro letras también, y se transportan
al exterior del núcleo, al citoplasma, donde se 'traducen' en proteínas con un
lenguaje de 20 letras. Esas proteínas son las responsables de toda la
funcionalidad del ser vivo: lo mueven, transforman materiales y energía, y
fabrican productos variados.
Prácticamente todos los hechos de la biosfera cuadran con
esa descripción. Por supuesto, como sucede con todos los dogmas, también a este
le surgieron preguntas y objeciones. El esquema general es claro, pero los
detalles menos, y, como sabemos, el diablo está en los detalles. Durante los
setenta y pico años que siguieron, muchos de ellos se aclararon y generaron más
interrogantes aún.
Este Nobel lo ganó la simple historia, que es, ella misma,
suficientemente maravillosa.
Entonces, si todas las células tienen la misma información,
¿por qué unas se dedican a ser cerebro, otras a hueso y unas más a hígado,
ejerciendo funciones tan diferentes y siendo estructuralmente tan distintas y
particulares? La respuesta obvia es que debe haber señales que regulan el flujo
de información en el embrión, para que algunos genes se expresen y otros no, en
cada tipo de célula.
Y acá, por fin, llegamos a la historia del Nobel de este
año. Victor Ambros y Gary Ruvkun hacían su posdoctorado en el mismo laboratorio
por el año 1980. Ya se sabía que no todo el ADN se transcribe a ARN, como decía
el 'dogma', y se conocían secuencias sin ningún sentido, que muchos llegaron a
pensar que eran basura. Los hoy premiados encontraron que unas de esas
secuencias producían unos ARN muy pequeños, unos micro-ARN sin función clara.
Desde entonces se dedicaron a dilucidar qué hacían.
Trabajar en el modelo experimental adecuado es uno de los
secretos del éxito, y ellos trabajaron con un gusanito transparente, de menos
de un centímetro, con un nombre más largo que él: Caenorhabditis elegans. Tiene
apenas 959 células: neuronas, intestino, músculo, piel y algunas más. Este es
el cuarto Nobel que se gana ese gusanito.
Esos micro-ARN resultaron con la capacidad de unirse a
algunos mensajes e inactivarlos, prendiendo y apagando así funciones diversas.
Eso completaba, con otros factores ya descritos, la melodía de la sinfonía de
la vida: entran a tocar los violines, luego los reemplazan los vientos,
después, una secuencia con oboes y fagots, un silencio y, finalmente, timbales.
Así, los genes se prenden y se apagan ejecutando la gran obra, leyendo pequeñas
señales inscritas en la partitura.
Seguramente encontrarán pronto cómo usarlos para fabricar
algo 'útil' (y así tranquilizar a los que esperan una aplicación). Pero este
Nobel lo ganó la simple historia, que es, ella misma, suficientemente
maravillosa.